De la vida profunda de Enrique Maza

En un archivero de la sala de juntas de Proceso, entre carpetas con viejos documentos que evocan a personas desaparecidas o ausentes desde tiempos lejanos, inesperadamente un fólder llama la atención. En su pestaña, un escueto letrero: “Maza Enrique”. Dentro yacen, amarillentos sus márgenes, unas cuartillas escritas con la inconfundible tipografía de la máquina de escribir de Julio Scherer García. Igualmente inconfundibles, las severas correcciones, de su puño y letra, al fondo y al estilo de algunas frases. Sin firma y sin fecha, es fácil concluir que es el borrador original de un relato dedicado por el fundador de Proceso a su amigo entrañable y compañero en los avatares de la profesión periodística. Compuesto por estampas personales de Enrique Maza, algunas de intimidad estremecedora, el texto, inédito, es un viaje a las profundidades del sacerdote jesuita y su transcripción es un noble homenaje a Julio Scherer en el tercer aniversario de su muerte.

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Blanco era el vestido de las niñas, blancos sus calcetines, blancos sus zapatos, blancos los pequeños lazos que adornaban sus cabezas rubias. Improvisada como altar, una mesa sencilla lucía en sus extremos dos ramos de rosas blancas. No había en la sala un tiesto ni un jarrón sin su corona de flores y hasta el candil de la estancia había sido encendido esa mañana llena de luz. Enrique Maza daría la primera comunión a Adriana y Susana, dos de mis hijas, y aun mi madre, pálida y delgada como un lirio, estaría entre nosotros en cuanto aflojara el dolor de un mal incurable.


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