CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- La infiel dama de compañía del pensamiento occidental es el progresismo unilineal. Ha acompañado a una legión de pensadores, de Protágoras y su sofismo individualista a Marx y su materialismo colectivista, pasando por Condorcet y varios más, y de vez en vez se repliega frente al pesimismo rebelde. Presupone dos cosas: 1) hay un plan en la historia y solo hay que descifrarlo para atisbar la tierra prometida; 2) la humanidad avanza en línea recta y ascendente, escalando de un estadio inferior a otro superior hasta llegar al cenit. A su vez, tal concepción del progreso tiene dos implicaciones dañinas: 1) el futuro no es “inventable”; 2) hay un único camino que todos los pueblos han de recorrer. Y es que el determinismo, una vez desplegado, mata la vena creadora, y la “unilinealidad” usa una misma vara para medir a las distintas civilizaciones y sirve así para disfrazar la explotación colonial de redención civilizatoria.
El año que termina –acaso la década– es uno de esos espasmos de rebeldía pesimista. Recientemente hubo dos, en 1848 y 1968, con Spengler en medio. Los optimistas se topan con una resaca de indignación. Algo extraño ocurre en esos momentos históricos que hace que el deslumbrante mundo que presumen las élites, siempre mejor que los anteriores, resulta de pronto repulsivo para las mayorías. La desigualdad en alguna de sus manifestaciones es la constante. No deja de ser paradójico, por cierto, que antes de internet haya habido movilizaciones sorprendentemente afines en lugares inconexos mientras que hoy las protestas globales estén desarticuladas.
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