CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- No sé si lo haya en otro lado, pero en México no hay paraíso perdido. No existe una época en el pasado mexicano, en términos de prosperidad y bienestar social, a la que debamos nostalgia y anhelo de retorno. La célebre, certera y dolorosa sentencia de Humboldt de que México es el país de la desigualdad sigue vigente hoy, dos siglos después de haber sido escrita. Y a ese abismo entre ricos y pobres enraizado en nuestra historia y a la lacerante y tristemente emblemática injusticia mexicana recurren los intelectuales orgánicos del lopezobradorismo para refutar el señalamiento de que el presidente López Obrador polariza a nuestra sociedad: la polarización no proviene de AMLO, argumentan, sino de la realidad.
Sí y no. Tienen razón en el sentido de que hay dos Méxicos y de que no fue AMLO quien los creó, pero la cuestión es otra: ¿qué hacer ante semejante iniquidad? ¿Ocultarla o disfrazarla (como hacía el régimen del partido hegemónico, por cierto desde antes de 1982), agudizar las contradicciones (como se promueve desde una vertiente de la 4T) o reconocerla y, sin apelar al odio, crear conciencia en los mexicanos del imperativo de contrarrestarla (como haría una cuarta socialdemocracia)? La diatriba nuestra de cada día contra “los conservadores” (el cajón de sastre conceptual donde AMLO mete a empellones todo aquel que discrepa de él) implica optar por la segunda y no por la tercera vía. El problema es que al presidente parece moverlo una lógica cortoplacista que soslaya el hecho de que cuando el universo se divide tajantemente entre ángeles y demonios no hay conciliación: hay guerra.
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