El mito del tirano honrado

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- La popularidad del presidente López Obrador está cimentada en la emotividad, no en la racionalidad. Pero la construcción de su narrativa, por más que emane de su proverbial instinto, tiene una base racional. Algo así como “encabezo una batalla épica por la transformación de México, enfrento intereses portentosos, me levanto muy temprano todos los días para enfrentar a la mafia del poder político y económico que me quiere aplastar porque no les permito que sigan robando al pueblo, ergo, no me pueden someter a un examen sumario por la ausencia de resultados concretos plasmada en números fríos, que por lo demás contrarresto con mis otros datos”. ¿Cómo evaluar el combate de Heracles/Hércules contra la Hidra? Con calificación al esfuerzo.

AMLO apela a un segundo atenuante. Su eje discursivo es su transversal gesta heroica contra la corrupción, un fenómeno muy difícil de medir objetivamente (no en balde Transparencia Internacional hace su lista de países menos o más corruptos a partir de la percepción). Y si en algo él es diestro es en moldear la percepción de su base social. La corrupción, además, tiene diversas vertientes. Una de ellas es la que se da en la cúpula del gobierno (el enriquecimiento ilícito de funcionarios, que ha prevalecido en la cosa pública mexicana durante décadas, si no es que siglos) y otra la que existe en la burocracia (la del cohecho rutinario). AMLO limita sus esfuerzos propagandísticos a la primera que, pese a distar mucho de ser erradicada, su grey ve como cosa del pasado gracias a su imagen de hombre austero e incorruptible. La pobreza franciscana, se pregona, es altamente contagiosa.



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