Vicente Leñero / CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- Parafraseando a quien empieza parafraseando el incípit fundacional de la primera gran novela mexicana de exportación, me siento impulsado a parodiar: vine a la sala Manuel M. Ponce porque me dijeron que hoy, 27 de septiembre de 2012 –año de la medalla olímpica del futbol mexicano–, Ignacio Padilla, un chamaco, un pibe, un chaval, un ñero, iba a pronunciar su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua como miembro correspondiente en la ciudad que tiene el nombre más bello, más eufónico –dice él– de la lengua española: Querétaro.
Don Ignacio Padilla, o simplemente Nacho, nació en 1968 lueguito de Tlatelolco. Suma apenas 43 –como la generación de mis hijas, oh Dios– lo que establece un contrapunto notable con la mayoría de nosotros, los académicos viejos o los viejos académicos que nos vamos cayendo a cada rato como soldaditos de plomo, a canicazos.
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