AMLO: el desvanecimiento del Estado

CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- El populismo no es estatista. Ni siquiera los adalides de izquierda procuran reforzar al Estado, porque eso significaría acotarse a sí mismos: las instituciones presuponen normas, tienen cauces, imponen límites. El líder populista obtiene su fuerza de la vinculación directa con la gente y por ello recela de todo tipo de intermediación. Ve las estructuras estatales, en particular las que no puede manejar a su antojo, como un obstáculo a su liderazgo. Su apelación a la democracia participativa es el reflejo de su aversión a la existencia de otros representantes políticos, al fin y al cabo intermediarios. No es que rechace la representatividad, es que desea detentar su monopolio. De ahí su predilección por el gobierno plebiscitario: mientras él posea la exclusividad de la interpretación, en tanto sea el exégeta de la voluntad popular, optará por preguntarle a los gobernados qué debe hacer. En tal circunstancia, la respuesta será siempre la que él quiere.

Para el populismo, pues, el Estado es en buena medida un estorbo. Si desconfía del aparato burocrático del Ejecutivo, especialmente ahí donde hay servicio civil de carrera, con más razón ve al Legislativo como un rival que le resta representación y al Judicial como un impostor que pretende contrapesarlo. El gobernante populista se proclama conductor de una gesta histórica, que enfrenta intereses muy poderosos y exige ampliar su discrecionalidad. Es él y nadie más quien representa a la población, que es la que manda y sabe. No debe extrañarnos que además de acaparar el poder pretenda validar la información y a veces hasta el conocimiento. Las élites son el enemigo (su aliado contra el elitismo suelen ser las redes sociales). Las cúpulas representan al establishment, al statu quo, y engañan al ciudadano de a pie. Solo él posee la verdad, porque solo él entiende al pueblo.



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