CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- El indigenismo no lo inventaron los indígenas. Con toda razón, David Brading señala en Los orígenes del nacionalismo mexicano que, en respuesta a la denigración que científicos europeos hacían de América, Clavijero y los patriotas criollos del XVIII novohispano expropiaron el pasado prehispánico. Y es que en sus textos reivindicatorios se apropiaron de la única grandeza americana de la que Europa no podía reclamar la paternidad: las civilizaciones originarias (que son originarias, por cierto, si rechazamos la hipótesis de que estas tierras fueron pobladas por migraciones asiáticas que llegaron por el estrecho de Behring, pues de lo contrario también serían inmigrantes). Tiempo después, ya en el siglo XIX, el porfirismo reeditó esa reivindicación, aunque en los hechos su tesis podría resumirse en la desgarradora frase con la que la describo en mi libro Mexicanidad y esquizofrenia: “que viva el indio muerto y que muera el indio vivo”. Tal monstruosidad fue combatida a principios del siglo XX por Manuel Gamio, quien logró que el gobierno no se limitara a exaltar al “indio muerto” y mejorara la vida del “indio vivo”. Se sentaron, así, las bases indigenistas del México posrevolucionario.
En 1970 se publicó De eso que llaman antropología mexicana, obra seminal con la que un grupo de antropólogos fundó el multiculturalismo. Contra la idea de que la nación mexicana era mestiza por antonomasia –que había alcanzado el consenso en México tras ser esgrimida por pensadores tan diversos como Pimentel, Riva Palacio, Sierra, Molina Enríquez, Gamio y Vasconcelos–, Warman, Bonfil et al sustituyeron el objetivo de integrar a los indígenas al desarrollo nacional por el de respetar su derecho a vivir conforme a sus culturas y tradiciones. La corriente multiculturalista se volvió hegemónica en la academia y llegó a plasmarse en la Constitución; a juicio mío tuvo, en su versión extrema, excesos contraproducentes, porque llevó a equiparar mestizaje y etnocidio, a propiciar el aislamiento étnico y a soslayar la propuesta gamiana de que se conservaran las culturas autóctonas pero que sus depositarios adoptaran la ciencia y la tecnología occidentales que les dieran acceso a mejores servicios de salud y en general a un mayor bienestar.
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