Javier Sicilia
Hace mucho que no te escribo. Hace mucho también que no recibo misiva tuya. Pero cada vez que aparece un comunicado zapatista o un escrito con la rúbrica de El Capitán, no dejo de leerlos con la misma atención y la misma emoción con las que lo he hecho desde que el 1 de enero de 1994 los zapatistas irrumpieron como un relámpago en la noche. Aún la siguen iluminando, pero ya muy pocos lo ven.
Prudencia
Ciudad de México (Proceso).– Antes que un nombre de mujer, prudencia es una virtud, una potencia, una fuerza que actúa o puede actuar. “Así –dice André Compte-Sponville– la virtud de un medicamento es sanar, la de un cuchillo, cortar, y la de lo humano, la voluntad de actuar humanamente”. La virtud o las virtudes son, en este último sentido, la expresión de la moral. Por desgracia, ambas no tienen hoy buena prensa. Pocos hablan de virtudes –una palabra envejecida– y la moral parece haberse vuelto “un árbol que da moras”, como dijo un imbécil. Si aún apelamos a ella es sólo para condenar, perseguir y mentir. Es la máscara en la que solemos deslizamos para juzgar a otros con buena conciencia; la manera en que magnificamos “la paja en el ojo ajeno” y ocultamos “la viga en el nuestro”. La virtud, sin embargo, no es eso. Tampoco la moral. La primera, decía Aristóteles, es la disposición a hacer el bien. La segunda su potencia. Sin ellas, no hay vida humana y menos política.
Pero el hecho de que así sea, no basta. Podemos estar dispuestos a hacer el bien y terminar generando un desastre si nuestro actuar no está guiado por una de las cuatro virtudes cardinales, en las que según Platón y Epicuro descansa la moral y de las que derivan las demás virtudes: la prudencia. Es mejor mentirle a Migración que entregarle a un indocumentado. ¿Por qué? Por prudencia, porque si lo hacemos lo libraríamos a un infierno peor. Lo siguiente sería ayudarlo.
El vértigo del poder
Para Conchita Nava, en la memoria del corazón
Ciudad de México (Proceso).– “El mayor afrodisiaco –decía Henry Kissinger– es el poder”. Provoca una sensación de posesión absoluta que es casi imposible no desearlo. Jean-Baptiste Clamence, el juez-penitente de La caída, lo resume con la precisión de la ironía: “Mandar es respirar. Incluso los más desheredados llegan a hacerlo. El último en la escala social tiene un cónyuge, unos hijos. Si se es soltero, un perro. Lo esencial, en definitiva, es poder enojarse sin que el otro tenga derecho a replicar: ‘No se contesta a su padre’. Ya conoce la fórmula […] Es necesario que alguien diga la última palabra. Si no, a toda razón se opondría otra; sería el cuento de nunca acabar. El poder, por el contrario, zanja todo”.
Otra vez la investidura
Para Elena Ponaitowska
Irresponsabilidad y crimen
Ciudad de México (Proceso).– En 1979, el filósofo Hans Jonas escribió un libro fundamental, El principio de responsabilidad. Jonas, como muchos de sus colegas, se había dado cuenta de que lo que caracteriza a la era tecnológica es un hiato entre nuestros actos y sus consecuencias, y proponía, a la manera de Kant, un imperativo categórico: “Obra de tal manera que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida auténticamente humana sobre la Tierra”.
Pese a la finura de su argumento, la irresponsabilidad es lo propio del hombre tecnológico. Lo que lo caracteriza, como lo mostró Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén, es la “banalidad del mal”, la ausencia de relación entre el acto –transportar judíos a los Lager– y su exterminio. Pese a las evidencias, aquel hombre nunca logró reconocerse como un asesino, mucho menos como un genocida. Semejante a un obrero en la cadena productiva de una fábrica, Eichmann nunca se identificó con el producto de su trabajo. Lo expresa con un sobrecogedor cinismo Maximiliano Aue, el exoficial de las SS de Las benévolas, de Jonathan Littell, al referirse al programa T-4: el exterminio de inválidos y enfermos mentales, creado dos años antes de la Solución Final: “De la misma forma que, según Marx, el obrero está alienado en lo referente al producto de su trabajo, en el genocidio o la guerra en su forma moderna el ejecutante está alienado respecto al producto de su acción (en el programa T-4), a los enfermos, seleccionados mediante disposiciones legales los recibían unas enfermeras que los registraban y desnudaban, unos médicos los examinaban y los llevaban a un cuarto cerrado, un operario abría el gas, otros limpiaban, un policía extendía el certificado de defunción. Cuando después de la guerra los interrogaron” ninguno reconoció su culpabilidad: siguieron procedimientos establecidos y supervisados.
¿Un nuevo totalitarismo?
Ciudad de México (Proceso).– Es ya un lugar común decir que la violencia y sus víctimas no son interés del Estado. Tanto las cifras de muertos y desaparecidos como los índices de impunidad lo muestran todos los días desde hace varios lustros. Frente a ello, la pregunta que debemos hacernos es: ¿realmente tenemos un Estado? Si su vocación fundamental –dar seguridad, justicia y paz– está alterada ¿podemos hablar de su existencia o acaso hablamos de un tipo de Estado que habría que entender de otra manera?
Según Hannah Arendt, un Estado que “fabrica cadáveres”, como el nazi, o crea “pozos de olvido”, como el estalinista, es un Estado totalitario. México no lo ha sido. Sin embargo, desde Calderón hasta López Obrador, pasando por Peña Nieto, el Estado mexicano no ha dejado de producir muertos, casas de seguridad, fosas clandestinas, desapariciones y terror como en los regímenes totalitarios. Con la diferencia de que quienes lo realizan son poderes, aparentemente ajenos al Estado, como el crimen organizado, y de que esos gobiernos han sido democráticamente electos, sus consecuencias son idénticas: el abandono de sus ciudadanos o de los migrantes a fuerzas que pueden amenazarlos, desaparecerlos, torturarlos y asesinarlos, la fabricación de fosas clandestinas y el miedo. Me parece, en este sentido, que si no estamos frente al totalitarismo, estamos ante una mutación que muy pocos quieren ver y que se ha apoderado del Estado sin más.
Il gran rifiuto
La frase, que en español significa “la gran renuncia”, pertenece a un verso del canto III del infierno, donde, según Dante, están los cobardes. Alude a un hombre que, al parecer, el poeta conoce. Retomo la traducción de Bartolomé Mitre: “Luego que algunos hube señalado,/ la sombra vi del que cobardemente/ la gran renuncia hiciera de su estado”. Su nombre, sin embargo, se ha perdido. Los especialistas han querido ver en él a Celestino V, el Papa que renunció al pontificado en el siglo XIII. Otros a Esaú, que cambió su primogenitura por un plato de lentejas. Otros más a Poncio Pilato. Sea quien sea, el verso se refiere a lo que la teología llama recusatio: “rechazo indigno de algo que está en nuestras manos hacer”.
La posición que Cuauhtémoc Cárdenas asumió durante la presentación que el Colectivo por México hizo a fines de enero para difundir el esbozo de un proyecto alternativo de nación y un espléndido artículo de José Antonio Crespo, “Cárdenas: oportunidad perdida” (El Universal, 8 de febrero), me lo recordaron.
La agonía del Estado
Humor y política
Ciudad de México (Apro).– Acabamos de celebrar el año nuevo, un acontecimiento que se enmarca en la festividad de la Navidad que concluirá el 6 de enero. Más que ésta, la de fin de año está puntuada por el deseo y la alegría desmedida de que el año que se inicia arrasará con los males de ayer y será mejor. Hay, sin embargo, en el fondo de ese jolgorio que frisa la trivialidad, la huella de una virtud: el humor. Quizá la tendencia a confundirlos sea una de las causas de muchos de los males que padecemos y que, pese a nuestros buenos deseos, se agravarán.
El humor no es la fugaz algarabía que nos saca de nosotros mismos y cuando concluye nos arroja de nuevo a las angustias y sinsabores de lo real, a la seriedad de la vida, sino un estado profundo del alma que Jankélévitch define como “la cortesía de la desesperanza”.
Navidad
Para Ciro Gómez Leyva,
otra víctima de la imbecilidad