Carta abierta a Enrique Peña Nieto

CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- Querido Enrique, no así, querido presidente. Hay, me afano aún en creerlo, una distancia entre el hombre que usted es y el que se expresa en el cargo que detenta. No digo con ello que no haya mucho de Enrique Peña Nieto en las acciones y los discursos del presidente. Digo que usted, en tanto ser humano, es más que esa parte de sí que, en su actuar como representante del Ejecutivo, tiene sumido al país en un horror más profundo que el que heredó de la administración pasada.

Quiero, en este sentido, apelar al corazón que me dijo poseer cuando le reclamé lo contrario en nuestro diálogo en el Alcázar del Castillo de Chapultepec, el 28 de mayo de 2012. Si es así, será capaz de comprender mi crítica y darnos una respuesta en el sentido del corazón, cuyas razones, decía Pascal, la razón –que muchas veces es inhumana– desconoce.

Más sobre la imbecilidad

CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- El pasado 5 de septiembre, en el periódico Reforma, Jesús Silva Herzog Márquez, en un lúcido y duro artículo, “La estupidez y la traición”, definió la invitación de Donald Trump a México como “una estupidez” típica de nuestra historia política. La estupidez –cuyo sentido etimológico es “aturdimiento”– es una buena palabra para definir el acto presidencial. Pero hay otra mejor para definir no sólo esa invitación sino la temperatura de la vida política de nuestro país: la imbecilidad.

La imbecilidad es –según las definiciones tautológicas de los diccionarios– la cualidad de los imbéciles. La palabra, al igual que “estupidez”, es muy dura. Connota un insulto. El escritor Georges Bernanos solía llamar “imbéciles” a los políticos y a los intelectuales insensatos. Sin embargo, en su denotación, es decir, en su sentido propio, imbécil no es un calificativo sino un sustantivo cuyo sentido etimológico (del griego imb, “sin”, y de bakulum, “báculo”), se refiere o bien a quien no tiene un soporte para caminar (la sabiduría en la antigüedad y entre los pueblos indios está asociada con la vejez, que se representa con la imagen de un anciano apoyado en un bastón) o a quien ha perdido la autoridad, la realeza (el báculo en nuestra tradición es el bastón de madera, largo y curvo en su extremo superior, que usan los obispos como símbolo de su autoridad espiritual).

Contra los partidos

CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- El 6 de julio Hermann Bellinghausen publicó en La Jornada un artículo titulado “La abolición de los partidos”, en el que daba cuenta de un ensayo que Simone Weil escribió entre diciembre de 1942 y abril de 1943 cerca del final de su vida, acaecido en agosto de 1943: Notas sobre la desaparición general de los partidos. A pesar de mi admiración por ella y de mi animadversión por los partidos, lo había olvidado. Instigado por el artículo de Hermann me lo eché de nuevo a los ojos. No sólo es admirable, sino que en su penetración anuncia, de alguna forma, la crisis y el descrédito por los que atraviesan los partidos hoy.

Los partidos políticos, que los regímenes democráticos consideran la panacea de la democracia y sin los cuales, se dice, no existe la vida política, nacieron, recuerda Weil, en la aristocracia inglesa. Al principio, los revolucionarios franceses, que nos darían las democracias modernas, los veían “como un mal que había que evitar”. Sin embargo, bajo la pasión de la guerra y de la guillotina, los clubes jacobinos, que en sus inicios eran lugares de discusión, se convirtieron en un partido totalitario cuyas facciones en pugna –a diferencia de las luchas partidistas en el mundo anglosajón, que siempre mostraron “un carácter de juego, de deporte” – estuvieron gobernadas por la idea que el bolchevique Mijaíl Tomski formularía años después en Rusia: “Un partido en el poder y todos los demás en prisión”.

Contra la educación

CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- No sé en qué condiciones se encuentre el diálogo entre el gobierno y la CNTE en el momento de la aparición de este artículo. El meollo de la discusión, la abolición de la ley que reforma la educación en México o su permanencia, toca un tema fundamental de la libertad y de la vida civil que no se agotará con ese diálogo.

Soy de aquellos que se suman a la abolición de esa ley; soy también de aquellos que piden un diálogo nacional que permita una construcción consensuada sobre el destino de la educación en nuestro país. Pero soy también y, sobre todo, un crítico de la educación misma. Creo en ese sentido que un diálogo sobre el tema debe antes que nada cuestionar la perversidad que se encuentra en la palabra que ha creado el conflicto.

La esquizofrenia

CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- La esquizofrenia, cuya etimología significa escisión de la mente, es una enfermedad que se caracteriza por la distorsión de la realidad, la construcción de falsas creencias y por un pensamiento poco definido o confuso. Este tipo de enfermedades de la personalidad permite también definir ciertos padecimientos sociales. En el caso de la esquizofrenia, es posible decir que bajo condiciones extremas, una sociedad puede padecerla y escindir su personalidad colectiva al grado de perder su capacidad para percibir lo real y mantener conductas claras.

Desde que en 2006 la violencia en México comenzó a recrudecerse de manera acelerada, la esquizofrenia social se ha ido instalando entre nosotros. El más reciente síntoma lo vivimos en las elecciones pasadas: mientras el gobierno continúa en su obstinación de no resolver el tema de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa; mientras en Tetelcingo, Morelos, la sociedad civil, acompañada de forenses de diversas instituciones, exhumaba más de 100 cadáveres de dos fosas clandestinas creadas por el propio gobierno y ponía así al desnudo las profundas complicidades del Estado con el crimen organizado y las desapariciones forzadas; mientras en el Museo Memoria y Tolerancia, en la Ciudad de México, Open Society Justice Initiative (OSJI) presentaba su informe sobre la responsabilidad del Estado mexicano y de Los Zetas en crímenes de lesa humanidad; una buena parte de la sociedad salía nuevamente a votar.

Tetelcingo, ¿otro crimen de Estado?

CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- Durante las protestas por los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, hubo una frase que corrió a lo largo y ancho del país y que señalaba con toda claridad al actor fundamental de la violencia que vivimos: “Fue el Estado”. Las investigaciones del Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales (GIEI) y los ataques a sus miembros, que concluyeron con su salida del país, no hicieron otra cosa que confirmarlo.

Recientemente el hallazgo de las fosas clandestinas de Tetelcingo, en el municipio de Cuautla, Morelos, donde la Fiscalía del estado enterró como basura 150 cuerpos, vuelve a poner en el centro de la violencia al Estado.

La agonía del Estado

CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- Los Estados, construcciones humanas, son, como sus propios creadores, finitos. El nuestro, que nunca ha gozado de buena salud, ha entrado en una fase terminal, si entendemos su existencia con las categorías de sus teóricos: un conjunto de instituciones que poseen la autoridad y la potestad de establecer normas que regulan la vida del cuerpo social.

México hoy carece de ello. Sus instituciones son cascarones vacíos que operan con el mínimo de sus funciones vitales. Todo lo demás está dañado, corrompido, esclerotizado. La enfermedad es mundial, pero la de nuestro país está muy avanzada.

Los desplazados

CIUDAD DE MEXICO (proceso).- “Vivimos sin sentir el suelo bajo nuestros pies”. Con este verso escrito en 1933, Osip Mandelstam iniciaba su poema contra Stalin que le costó el destierro a los Urales, la deportación al gulag y la muerte. Hoy, 83 años después, podemos decir que ese verso nos representa también a los mexicanos. Hace años que ya no sentimos el suelo que pisamos. Sembrado de cadáveres, terror y despojo en nombre del desarrollo –Stalin lo llamaba colectivización–, México se ha convertido en un sitio inhóspito, en una casa que, como la del cuento de Cortázar, ya no podemos preservar porque cada día algo de lo que le pertenece y nos pertenece es ocupado por la muerte y sus sobrecogedores murmullos. El rostro más brutal de esa evidencia son los llamados “desplazados”.

Invisibilizados a fuerza de negación y olvido, ellos representan el otro lado del arrasamiento de nuestro suelo que se mide en muertos, desaparecidos, fosas clandestinas, extorsiones y amenazas. Son víctimas sobrevivientes reducidas a una condición animal, anomalías sociales obligadas a moverse de un sitio a otro sin protección alguna y con la sola esperanza de escapar a la muerte. No sabemos cuántos son. El gobierno, que ni siquiera se ha ocupado por saber el verdadero número de los asesinados y desaparecidos, y la mayoría de los medios no tiene ningún interés en ellos.

Los intentos de la corrupción

CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- Para Nestora, por la alegría de saberla libre y de nuevo en la lucha. A unas semanas de la conmemoración del quinto aniversario del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD), un grupo de ultraderecha, el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, levantó una denuncia penal no sólo en contra de quien fue uno de los más importantes dirigentes del MPJD, sino en contra del ahora secretario ejecutivo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Emilio Álvarez Icaza.

La acusación, un supuesto fraude por el dinero que el gobierno mexicano entregó a la CIDH para que el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independiente (GIEI) ayudara a localizar a los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, no tiene otra finalidad que calumniar y ensuciar tanto el nombre y la trayectoria de Álvarez Icaza como la de todos los integrantes del GIEI: Claudia Paz y Paz, Carlos Beristain, Francisco Cox, Ángela Buitrago y Alejandro Valencia.

La decadencia política de México

CIUDAD DE MEXICO (proceso).- En la tercera parte de su imprescindible obra La condición humana, Hannah­ Arendt habla de la acción y la palabra como los fundamentos de la vida política: las grandes acciones de los seres humanos y las palabras de los poetas y los historiadores que, al ser recordadas, mantienen viva y cohesionada el alma de una nación.

En México, todavía no hace muchos años, los libros de historia hablaban de todas las acciones que habían fundado nuestro país, y los presidentes buscaban, basándose ilusoriamente en ellas, realizar actos por los que querían ser recordados.