ROMA (apro).- Es viernes 21 de octubre. Diez y media de la mañana. En la entrada del palacio papal de Castelgandolfo, a 33 kilómetros de distancia de El Vaticano, la bandera blanca y amarilla ondea con sosiego delante del portón de madera y metal del edificio.
“Entren, pasen. Aquí antes sólo se recibía a unos pocos privilegiados. Ahora es vuestro turno”, dice uno de los anfitriones.