CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- En sentido estricto, el estado de excepción, dice Giorgio Agamben, “es la respuesta inmediata del poder del Estado a los conflictos internos más extremos”. Desde que al inicio de su mandato Felipe Calderón sacó al ejército a las calles y, definiendo al narcotráfico como un asunto de seguridad nacional, decretó la guerra contra él, instauró esa excepcionalidad en nuestro país y con ella una guerra civil que al día de hoy no sólo ha cobrado centenas de miles de asesinados, desaparecidos y desplazados, sino que de facto nos ha desposeído de nuestras libertades personales: pese a que nuestros derechos están vigentes en la Constitución, en la realidad carecemos de ellos: desde hace 12 años se asesina, se extorsiona, se desparece a las personas y reina el terror, bajo la complicidad del Estado con los grandes intereses económicos, sean ilegales –los del narcotráfico y el crimen organizado– o legales –los de las grandes trasnacionales.
En este sentido, la Ley de Seguridad Interior –ya aprobada por el Congreso– no tiene otra finalidad que legalizar ese estado de excepción, como lo hizo Hitler al inicio de su gobierno con su Decreto para la protección del pueblo y del Estado, y, con ello, legalizar también la guerra civil, a fin de darle una justificación jurídica a lo que en el orden de la legitimidad no puede tener forma legal: la eliminación física tanto de los enemigos –en este caso el crimen organizado– como –bajo el pretexto del “orden y la paz públicos”– de adversarios políticos peligrosos para el régimen y de franjas enteras de ciudadanos que no son funcionales o integrables al proyecto económico neoliberal: pobres, migrantes, defensores de derechos humanos, periodistas incómodos o simplemente cualquiera, como no deja de suceder cada día en México.