CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Por más que patalee y provoque y tuiteé, es poco probable que Donald Trump logre quedarse en la presidencia. Por más que insista en litigar y judicializar y movilizar a su base electoral, se verá obligado a abandonar la Oficina Oval. Una elección reñida, pero en la cual Joe Biden ha logrado imponerse, sacará al Polarizador en Jefe del poder. Pero eso no significa que el trumpismo haya terminado. Sigue vivo y presente entre los millones de votantes que acudieron a las urnas a refrendarlo. Ahí están, gritando, denunciando, vociferando su descontento con el desenlace electoral y desconociéndolo. El fervor de sus fieles demuestra un fenómeno inquietante: Trump no fue un accidente o una aberración. La contienda de 2016 que lo empoderó no fue un evento extraordinario, sino representativo del país en el cual Estados Unidos se ha convertido. Casi la mitad del electorado examinó los últimos cuatro años y no los rechazó. Votó por extenderlos. Votó para validarlos.
Y esa legitimación a Trump deja tras de sí una nación dividida en dos. Los estados rojos en manos de los republicanos y los estados azules dominados por los demócratas. Biden en control de la presidencia pero sus opositores en control del Senado. Un partido que apenas logra ganar la presidencia y un partido que se dedicará a sabotearla. Una población multicultural, profesional y globalizada, enfrentada a otra que no se percibe ni quiere ser así. Los Millenials contra “Make America Great Again”. Y, como ha argumentado George Packer en The Atlantic, parecería que decenas de millones de republicanos quieren más a Trump de lo que quieren a la democracia. Porque Trump es muchas cosas, pero su comportamiento ha demostrado que no es un demócrata. Lleva cuatro años rompiendo reglas, atacando contrapesos, desmantelando instituciones, violando leyes. Ha ejercido un estilo personal de gobernar basado en la promoción del odio, la arenga al adversario, la promesa de la restauración jamás acompañada de un proyecto para el progreso.