El monopolio de la moralidad

CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- La democracia no funciona sin demócratas. En buena tesis, un sistema democrático con leyes, instituciones e incentivos correctos los cultivaría, pero el arranque es harto difícil: ¿cómo hacer una democracia sin contar antes con demócratas? Detengámonos en este punto a precisar conceptos. Para tener credenciales democráticas requerimos por lo menos dos creencias: 1) nadie tiene el monopolio de la moralidad; nuestros adversarios tienen el mismo derecho a llegar al poder que nosotros y, dado el voto mayoritario, la misma legitimidad para ejercerlo; 2) somos falibles y, aunque estemos convencidos de que nuestro proyecto es el mejor, podemos equivocarnos en la forma de realizarlo. Se trata de requisitos contraintuitivos cuyo cumplimiento presupone una racionalización que produzca liderazgos con dosis mínimas de objetividad y de humildad, sin los cuales una democracia es disfuncional.

El demócrata es rara avis. Un político, por definición, está convencido de tener la mejor propuesta y suele tener un ego muy robusto. En el extremo están quienes juzgan que su ruta es la única válida y despliegan una egolatría de dimensiones bíblicas. Son los que construyen gobiernos autoritarios o, peor aún, autocracias de rasgos monárquicos. La premisa de la monarquía absolutista era el derecho divino del rey para mandar sin más límite que su propio juicio; el Estado era él, y su voluntad era la de sus súbditos. El autócrata es para efectos prácticos uno de esos monarcas pues, si bien su autoridad no emana del linaje sino de la popularidad, se asume soberano: la soberanía emana del pueblo, pero al pueblo lo interpreta él. El pueblo es él.



Adquiere una fotografía para ilustrar esta nota aquí