CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Nadie como Andrés Manuel López Obrador conoce la pobreza del país. Nadie como él ha recorrido las rancherías y los pueblos y las zonas más marginadas. Nadie como él entiende y sufre la desesperanza que se respira ahí. El México de los de abajo, ignorado, despreciado, ocultado. El México habitado por una subclase permanente de 52 millones de personas, muchas de las cuales no tienen dinero suficiente al día para comer. Los sobrevivientes de un sistema económico y político que no ha funcionado para ellos, con avances y logros infinitesimales ante la inmensidad de los retos. Sexenio tras sexenio, gobierno tras gobierno, 30 años ostensiblemente combatiendo la pobreza que persiste, tercamente. No sorprende que haya ganado un político que prometió ponerlos primero. Sí sorprende que una vez en el poder, no se aboque a protegerlos.
Lo hace en el discurso, lo hace en la escenografía de las giras, lo hace en los videos que tuitea, lo hace en la narrativa antineoliberal que disemina desde la mañanera. Pero las políticas públicas instrumentadas durante la crisis del coronavirus contradicen su compromiso con los más necesitados. La cantidad paupérrima de recursos diseminados en medio de la pandemia contradicen la postura que pregona. En la era de programas ambiciosos de rescate a las pequeñas y medianas empresas, de transferencias multimillonarias a los desempleados, de apoyos estatales para proteger a los vulnerables a nivel global, AMLO destaca por su pichicatería. Por su resistencia a canalizar más recursos públicos a quienes menos tienen. Por su conservadurismo fiscal que sólo exacerba la debacle nacional. Y ese posicionamiento, merecedor de los aplausos de Margaret Thatcher, no demuestra humanismo o solidaridad; exhibe desconocimiento y crueldad.
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