MÉXICO, D.F. ,11 de febrero (proceso).- En los años ochenta, Iván Illich hizo un descubrimiento fundamental para comprender parte de la crisis en la que hoy nos encontramos: “el trabajo fantasma”. Su nombre, que habla de una desencarnación del trabajo, se refiere “al trabajo no remunerado que una sociedad industrial exige como complemento indispensable de la producción de bienes y servicios”. Esta forma no retribuida de servidumbre, que día con día se hace más aguda, es la consecuencia de la destrucción de formas productivas autosuficientes que Illich denomina la “subsistencia”.
Mientras en las economías de subsistencia, como las que aún sobreviven en las comunidades indígenas, el trabajo familiar y común provee de lo necesario a la familia (el hombre y los hijos varones obtienen la materia prima, misma que la mujer y las hijas procesan en casa o trabajan en común), en la economía industrial el trabajo familiar se encierra en las fábricas, donde los hombres no sólo producen a cambio de un salario lo que en las economías de subsistencia se produce en familia, sino que a su vez usan ese salario para comprar mercancías que sirven para generar trabajo fantasma, como los trabajos domésticos que realizan las mujeres en sus casas, las actividades vinculadas con las compras, la mayor parte del trabajo que hacen los estudiantes para cumplir los currículos escolares, el esfuerzo que se realiza para ir al trabajo y regresar de él, “el estrés de un consumo forzado, la sumisión a los burócratas, los apremios para preparar el trabajo y un buen número de actividades etiquetadas como “vida familiar””. Así, el trabajo asalariado, cada vez más escaso, y el trabajo fantasma, cada vez más demandado, se complementan no sólo para beneficio de esos cuantos, sino para agudizar cada vez más el malestar que las sociedades industriales producen.
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