MÉXICO, D.F., 23 de mayo (proceso).- El Estado moderno es una invención del siglo XVII y, como muchas de esas invenciones que nacieron de los inicios del desarrollo de la técnica, una máquina, un monstruo, el Leviatán –“el más frío de los monstruos fríos”, dice Nietzsche–, hecho de piezas humanas. La imagen misma que aparece en el frontispicio de la primera edición del Leviatán (1651) de Hobbes lo ilustra de manera sobrecogedora. En ella se ve a un rey, de rostro hierático e impasible, armado con un báculo –símbolo de la soberanía– y una espada –símbolo del uso legítimo de la fuerza–, cuyo cuerpo está hecho de miles de hombres –símbolos de la abdicación de sus voluntades a la conducción del rey. Este último, después de las adecuaciones que los ilustrados le hicieron, se volvió los tres poderes que en México cambian cada tres y cada seis años mediante elecciones.
Desde un punto de vista teórico, el Estado, sobre todo en su rostro democrático, es una buena forma de gobierno. Parece incluso, después de los siglos que tiene de existencia, la única posibilidad de vida social. Sin embargo, en la realidad es un foco de violencia y destrucción de lo humano. En la medida en que el Estado es una máquina hecha de seres reducidos a funciones, lo humano en él no tiene cabida. Debe servir a los intereses de la máquina. Hasta la caída del Muro de Berlín esos intereses tuvieron una máscara ideológica: la raza, el proletariado, la libertad, los intereses del pueblo; hoy en día son los del dinero. El Estado, particularmente en México, se ha convertido en un negocio de las grandes corporaciones o del crimen organizado. De allí la ausencia, entre quienes aspiran a gobernarnos, de cualquier sentido político. Entre más estúpidos sean y mejores
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