Díaz Ordaz: “No hay manera de darle gusto a nadie”
Dos esferas minúsculas por ojos, las pestañas ralas, a la intemperie los dientes grandes y desiguales, la piel amarilla, salpicada de lunares cafés, gruesos los labios y ancha la base de la nariz, así era don Gustavo Díaz Ordaz. Algunas veces bromeaba acerca de su fealdad, pero si alguien le seguía el juego, estallaba su ira. Irritable, se vigilaba; desconfiado, se mantenía al acecho. Agobiado los últimos años de su vida, después de la tragedia de 1968 resguardó su intimidad. La fortificó tanto que hizo de ella una cárcel. Allí murió.
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