CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- Los monstruos son anomalías, seres desproporcionados cuya presencia no augura cosas buenas. Son, en la literatura, metáforas del mal que, de alguna forma, simbolizan lo que los griegos llamaban hybris (una palabra casi intraducible que contiene el sentido de desmesura, soberbia, lo que sobrepasa una justa medida). Medén agan (“Nada con exceso), dice el oráculo de Delfos previniéndonos contra ella, cuya presencia, semejante a los monstruos, genera tragedias.
El Estado es un monstruo –“el más frío de los monstruos fríos”, dijo Nietzsche– cuya mentira, “que se desliza de su boca es: ‘Yo, el Estado, soy el pueblo’”. No en vano Hobbes, en alusión al inhumano monstruo marino descrito en el capítulo 41 del Libro de Job, lo llamó El Leviatán, cuya figura, imaginada por Abraham Bosse, aparece en el frontispicio de la primera edición: un gigantesco rey de rostro hierático, que emerge detrás de las colinas armado con un báculo y una espada –símbolos de la soberanía y del uso legítimos de la violencia–, cuyo cuerpo está hecho de miles de seres humanos que, sometidos a él, contemplan su rostro.
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