CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- Abrimos 2022 bajo un signo inquietante: el crecimiento de la violencia y la ausencia de nombres, historias y sufrimientos de quienes las padecen. Enterradas bajo el anonimato de las cifras, de la nota roja, del relato y el ejercicio de la crueldad, las víctimas, a lo largo de este sexenio, han vuelto a desaparecer de la conciencia pública como en las épocas de Calderón y Peña Nieto. Si aparecen son sólo como un síntoma del poder que se ejerce sobre ellas y no como los sujetos del horror. Son, por desgracia, los derrotados, los desechados, los desaparecidos, que sólo importan en la medida en que permiten mostrar y relatar el poder de la violencia. Ya sea ilegal –la que ejerce el crimen organizado– o legal –la que se ejerce desde los gobiernos y las redes sociales, como la que promueven las series de narcos, los narcocorridos y los videojuegos–, la violencia y no las víctimas es el actor principal de la narrativa en México. Es, como lo señala Enrique Díaz Álvarez en su agudo ensayo La palabra que aparece, el testimonio como acto de superviviencia (Anagrama, 2021), el relato que exalta la fuerza de los vencedores sobre los débiles, sobre los enemigos, sobre los que no supieron eludir la fuerza de su oponente o “se lo merecían” o estaban “en el lugar equivocado”.
Con todo el temor y la reprobación que provoca, la violencia, dice Elías Canetti, genera prestigio en quien la ejerce (aunque a veces no osemos confesarlo); genera también espectáculo y rating. Los héroes y los villanos –lo muestran no sólo los relatos de las grandes violencias, sino las contiendas deportivas y las películas de Hollywood– están hechos de aquellos a quienes han vencido. Ambos necesitan enemigos y necesitan vencerlos. Eso causa temor, pero también expectación en el imaginario público. Vencer no es sólo la pasión del poder; es también una de las pasiones más fuertes de los seres humanos.
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