En el libro de los Proverbios hay una afirmación que como poeta siempre me ha asombrado por lo que revela de la palabra, lo más propio del ser humano: “La vida y la muerte están en poder de la lengua, del uso que de ella hagas tal será el fruto”. La palabra, a la vez que puede sanar, formar, iluminar, hacer crecer, puede también destruir: una palabra con intención de dañar tiene la capacidad, decía Georges Steiner, de “destrozar una identidad humana con mayor rapidez que el hambre”: es un crimen que prefigura la muerte. La palabra puede también servir para borrar franjas enteras de la realidad. En la era mediática no hay mentira que no sea capaz de presentarse como verdad ni violencia, por más espantosa que sea, que no encuentre justificación en la palabra. El poder es maestro de ambos usos negativos de ella. Los insultos, las descalificaciones, la incitación al odio, con la que todas las mañanas López Obrador se expresa, es ejemplo de lo primero; la forma en que minimiza la violencia y el sufrimiento de las víctimas es ejemplo de lo segundo.
Al igual que sus antecesores –Calderón y Peña Nieto–, a los que tanto desprecia, López Obrador utiliza la misma narrativa del poder para abdicar de su tarea como jefe de Estado y justificar el horror. A no ser por sus respectivos estilos, su narración es la misma. No hay diferencia de fondo entre el “se están matando entre ellos” de Calderón, el “ya supérenlo” de Peña Nieto y el “hay gobernabilidad, hay estabilidad, y al mismo tiempo hay un interés de nuestros adversarios los conservadores de magnificar las cosas, de hacer periodismo amarillista, sensacionalista”, que López Obrador escupió a la cara de la nación el pasado lunes 15 de agosto frente a la descomunal ola de violencia terrorista que el crimen organizado protagonizó en Jalisco, Guanajuato, Chihuahua y Baja California.
Adquiere una fotografía para ilustrar esta nota aquí