CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Retomo un tema que empecé a desarrollar hace un mes en este espacio. Si bien Andrés Manuel López Obrador es un idealista maquiavélico –en su personalidad cohabitan los ideales de un luchador social por una sociedad justa y un gobierno honesto junto con el pragmatismo de un político taimado–, la correlación de fuerzas internas de esa dualidad ha cambiado en el segundo año de su sexenio. Pareciera que la silla presidencial ha inoculado en AMLO la maldición que le atribuyó Emiliano Zapata y por la cual se negó a sentarse en ella: el maquiavelismo de AMLO crece conforme avanza su Presidencia, en tanto que su idealismo se estanca o de plano se repliega.
Permítaseme reordenar mis ideas en torno a esa tesis. La causa del cambio es obvia: el poder excesivo corrompe. Corromper, según la Real Academia, es echar a perder, y a AMLO lo está echando a perder el enorme poder que ha concentrado y, sí, la ausencia de los famosos contrapesos cuya mera mención le resulta irritante. No hablo de un enriquecimiento personal como el de la gran mayoría de los expresidentes, sino de otra forma de corrupción, que es el abuso del aparato del Estado para combatir a sus enemigos (aunque él prefiere el eufemismo de adversarios, el trato que les da exuda enemistad). Los campos de batalla son la opinión pública y las elecciones. En el primer caso se juega la libertad de expresión; AMLO ya no se conforma con el linchamiento en redes sociales como táctica para inhibir la crítica y empieza a recurrir al uso patrimonialista de los instrumentos de coerción de la Presidencia para disuadir a medios o analistas hostiles.
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