CIUDAD DE MEXICO (proceso).- “Vivimos sin sentir el suelo bajo nuestros pies”. Con este verso escrito en 1933, Osip Mandelstam iniciaba su poema contra Stalin que le costó el destierro a los Urales, la deportación al gulag y la muerte. Hoy, 83 años después, podemos decir que ese verso nos representa también a los mexicanos. Hace años que ya no sentimos el suelo que pisamos. Sembrado de cadáveres, terror y despojo en nombre del desarrollo –Stalin lo llamaba colectivización–, México se ha convertido en un sitio inhóspito, en una casa que, como la del cuento de Cortázar, ya no podemos preservar porque cada día algo de lo que le pertenece y nos pertenece es ocupado por la muerte y sus sobrecogedores murmullos. El rostro más brutal de esa evidencia son los llamados “desplazados”.
Invisibilizados a fuerza de negación y olvido, ellos representan el otro lado del arrasamiento de nuestro suelo que se mide en muertos, desaparecidos, fosas clandestinas, extorsiones y amenazas. Son víctimas sobrevivientes reducidas a una condición animal, anomalías sociales obligadas a moverse de un sitio a otro sin protección alguna y con la sola esperanza de escapar a la muerte. No sabemos cuántos son. El gobierno, que ni siquiera se ha ocupado por saber el verdadero número de los asesinados y desaparecidos, y la mayoría de los medios no tiene ningún interés en ellos.
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