CIUDAD DE MEXICO (apro).- ¡Ah!, qué gran cosa es, pues ella protege el aparato de la olfacción, a filtrar, humedecer y calentar el aíre que aspiramos aun en este ambiente tan contaminado como el que se respira en esta globalidad en que nos movemos haciendo posible nuestra sobrevivencia. Sí, estimado lector de la presente, me refiero a la nariz, órgano tan vital que todos poseemos y que tantos servicios nos hace, aunque hay que reconocer que el sentido del olfato, en nosotros, los humanos, es mucho menos agudo y eficiente que el de la mayoría de los animales, y por si ese detalle fuera poco, bueno será tener en cuenta que nuestra nariz puede muy bien engañarnos y llevarnos a caer en la parosmia, es decir, en la alucinación olfatoria o percepción de olores inexistentes o, peor aún, a la cacosmia, esto es, a la percepción errónea y molesta de los olores, llegando incluso a la perversión del sentido del olfato al punto de que nos resulten agradables los olores fétidos, repugnantes; esto, que parece imposible, es en realidad una verdad histórica innegable, ya que se debe no a una peregrina, por confusa, contradictoria y ambigua suposición, sino por la realidad de hechos confirmados por la historia, hechos no sólo individuales, sino también colectivos, registrados en estadísticas que se remontan al ayer de nuestra actualidad, o sea, en los inicios de la Modernidad. Según estudios de dicho tema, desde el tránsito que se dio de la agricultura al mercantilismo y el industrialismo, de la vida del campo a la concentración de los humanos en las ciudades, revoluciones debidas a la clase más emprendedora y dinámica: la burguesía; revoluciones que si bien generaron progreso, al mismo tiempo propiciaron el enriquecimiento de muy pocos, la miseria de muchos y, repito, la progresiva concentración de los humanos en los centros urbanos. Veamos algunos ejemplos: en Inglaterra, en el primer tercio del siglo XIX, 83 personas poseían 35 millones de libras, cantidad equivalente al ingreso de un millón de trabajadores y, según estadísticas de 1830, en ese mismo reino, por cada mil nacimientos, 584 niños de la clase trabajadora llegaban vivos a los 15 años, frente a 911 de la nobleza. A mediados del siglo XIX, la ciudad de Berlín llegó a tener un promedio de 40 habitantes por casa y se calcula que cada habitación estaba ocupada, en promedio, por cinco o más personas.
Por otra parte, hay que recordar que la nariz y el olor sirvió al alemán Patrick Süskind para escribir, en 1985, su magistral novela “El perfume” que al mismo tiempo que crea un personaje, es una excelente descripción del ambiente insalubre y apestoso por lo tanto que reinaba en las principales ciudades del mundo, Londres, París, Madrid, etcétera, hasta bien entrado el siglo XIX (más información de este hecho en internet).
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