Ciudad de México (Proceso).– Antes que un nombre de mujer, prudencia es una virtud, una potencia, una fuerza que actúa o puede actuar. “Así –dice André Compte-Sponville– la virtud de un medicamento es sanar, la de un cuchillo, cortar, y la de lo humano, la voluntad de actuar humanamente”. La virtud o las virtudes son, en este último sentido, la expresión de la moral. Por desgracia, ambas no tienen hoy buena prensa. Pocos hablan de virtudes –una palabra envejecida– y la moral parece haberse vuelto “un árbol que da moras”, como dijo un imbécil. Si aún apelamos a ella es sólo para condenar, perseguir y mentir. Es la máscara en la que solemos deslizamos para juzgar a otros con buena conciencia; la manera en que magnificamos “la paja en el ojo ajeno” y ocultamos “la viga en el nuestro”. La virtud, sin embargo, no es eso. Tampoco la moral. La primera, decía Aristóteles, es la disposición a hacer el bien. La segunda su potencia. Sin ellas, no hay vida humana y menos política.
Pero el hecho de que así sea, no basta. Podemos estar dispuestos a hacer el bien y terminar generando un desastre si nuestro actuar no está guiado por una de las cuatro virtudes cardinales, en las que según Platón y Epicuro descansa la moral y de las que derivan las demás virtudes: la prudencia. Es mejor mentirle a Migración que entregarle a un indocumentado. ¿Por qué? Por prudencia, porque si lo hacemos lo libraríamos a un infierno peor. Lo siguiente sería ayudarlo.
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