CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Disculpa, Andrés, que ya no me dirija a ti como “querido”. A fuerza de ver cómo haz abdicado de la verdad, la justicia y la paz, te saliste hace tiempo del corazón. Disculpa que tampoco lo haga diciéndote “presidente”. Al abdicar de ello, tú mismo te has encargado de manchar lo que querías proteger, la “investidura”. Si algún sentimiento me queda hacia ti es lástima, esa sensación de tristeza y ternura por la manera en que, al exhibirte cada mañana como un viejito pendenciero en un reality show, degradas al hombre que quisiste ser. A veces, si no te habitara ni te rodeara la tragedia y tus acciones no tuvieran consecuencias graves, una sensación de divertimento: hay en ti un gran talento para la opereta.
Sé que al escribirte una carta más –es la sexta– peco no sólo de ingenuidad. Me arriesgo también a que, una vez más me suban al patíbulo de tus redes, me insulten, me llenen de escarnio y, si tengo la mala suerte de encajarte un berrinche (no hay peor cosa que caer en manos del dios vivo que “encarna a la nación, a la patria y al pueblo”, esa versión Morena y mexica de: “El partido es Hitler. Hitler es Alemania, Alemania es Hitler”), volverme un perseguido más. Son los gajes de habitar este infierno que administras con saña y desprecio. Pero quiero hablarte de lo que en estos tiempos miserables es lo único que debería importar y que, en medio de tanta vulgaridad, ha quedado reducido a meras notas rojas.
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