CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- A lo largo de mis columnas de Proceso no he dejado de señalar que vivimos una crisis civilizatoria, es decir, el colapso de las instituciones que un día rigieron el orden político de la sociedad. Sus muestras más evidentes en México son ya un lugar común: la corrupción de las instancias de gobierno y de los partidos, la colusión de éstos con el crimen organizado, cuya expresión más brutal en su inhumanidad son la inseguridad, los cientos de miles de asesinados, de desaparecidos y de fosas clandestinas, las intrincadas redes de trata y la ausencia de cualquier sentido de gobierno y de justicia.
Aunque todos padecemos sus estragos, nadie o muy pocos osan mirarlo así. Sin embargo, las consecuencias del sismo han hecho más clara la crisis. Rebasado por el caos y por los destellos de autogestión y organización ciudadana, es ya imposible negar que el Estado y sus instituciones están colapsados. Nada hay, en la actual realidad política, que ampare la posibilidad de que el Estado se rehaga y la vida social se recomponga. La crisis, como lo han expresado los movimientos más clarividentes, como el zapatismo, es sistémica y no habrá hombres ni mujeres, por más honestos que sean, que puedan rehacerlo. Es imposible construir un gobierno, en el sentido de rumbo y de vida humana, con estructuras que dejaron de funcionar, que se volvieron decrépitas, que dieron de sí y que, como el ser humano que las creó, terminarán por morir.
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