CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- Tantas lágrimas vertidas. Tanta tristeza acumulada. Tantos reclamos recibidos. Los Foros para la Pacificación y la Reconciliación fueron una catarsis colectiva por parte de miles de víctimas denunciando a sus victimarios. Fueron un grito de rabia ante años de desatención, años de gobierno ausente. Fueron una exigencia para que el Estado reconozca la responsabilidad que le toca en vez de eludirla o argumentar que no existe. Y hay que celebrar su mera existencia a pesar de la desorganización, las cancelaciones, la improvisación. Andrés Manuel López Obrador tuvo la valentía de encarar a los dolientes, en lugar de esconderse en el baño de una universidad. Estuvo ahí, escuchando, aprendiendo, empatizando. Pocas veces –o quizá nunca– vimos algo así con sus predecesores. Se hizo cargo y prometió reparar el daño producido por más de una década de violencia que el Estado intentó abatir pero terminó por exacerbar.
Y vimos cómo comenzó a modificar el discurso gubernamental. No apostarle a la guerra. Sí atacar las raíces de la pobreza, de la desigualdad, de la criminalidad. No enterrar el caso de Ayotzinapa y más bien investigarlo hasta conocer la verdad. Sí a la formación de fuerzas del orden entrenadas para respetar y proteger los derechos humanos. No a la evasión del escrutinio internacional a la crisis de violencia que padece el país. Surgen así los esbozos de un cambio de visión, un cambio de paradigma en temas que tanto el sexenio de Felipe Calderón como el de Enrique Peña Nieto nunca colocaron en el centro del debate o la atención. Lo suyo era cómo hacer más eficaz la guerra, no cómo buscar mecanismos para la paz. Lo suyo era perseguir al narcotráfico, no cómo despenalizarlo. Bienvenido entonces este viraje que quizá nos rescate del despeñadero.
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