CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Qué dolor. Qué rabia. Qué impotencia. Presenciar el colapso del Metro, las familias desesperadas en busca de quienes no encuentran, la precariedad de ser pobre en un país donde se paga un costo tan alto por serlo. Algo se partió el lunes y no sólo fue la Línea Dorada; también se quebró la esperanza de que un gobierno de izquierda no reproduciría los viejos vicios que arrastra la obra pública desde hace años. Problemas de mala planeación, problemas de mal mantenimiento, problemas de corrupción. Ahí enquistados en el Paso Express, el Tren México-Toluca, el NAIM, los segundos pisos, y quizás prefigurados en las magnas obras de este sexenio como el Tren Maya, Santa Lucía y Dos Bocas. Diferentes administraciones demostrando los mismos vicios que dejan tras de sí obras caras o inconclusas, o caprichosas o peligrosas.
Porque siempre está presente la tentación de usar la obra pública para legitimar, para arrancar aplausos políticos sacrificando la calidad o la seguridad ante la prisa de inaugurar, como fue el caso de Marcelo Ebrard con la Línea 12. Siempre está la tentación de construir por vanidad u obsesión personal y no necesariamente por utilidad social, como fue el caso de Felipe Calderón con la Estela de Luz o AMLO con Dos Bocas. La política por encima del rigor técnico. La opacidad por encima de la transparencia. La cuatitud en las adjudicaciones en vez de la competencia en las licitaciones. La voracidad empresarial evidenciada en el imperativo de reducir costos y maximizar ganancias, con la anuencia del gobierno. El aumento en los costos originales que después entrañan subsidios permanentes porque han dejado de ser proyectos rentables. El desvío de recursos, los recortes presupuestales, los oídos y los ojos cerrados ante los reclamos ciudadanos. La impunidad transexenal, ya que –luego de colapsos y socavones y muertes– nadie es responsable, y ahí está Gerardo Ruiz Esparza para demostrarlo.
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